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CUENTO AL AZAR


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CUENTO DE ALADINO



CUENTO DE ALADINO

Aladino era un chiquillo muy listo y travieso que, como muchos otros pilluelos, recorría los suburbios de una gran ciudad, hace de esto muchísimos años. Como no tenía padre, se las arreglaba como podía para pagar la comida que necesitaban él y su madre. Un día llegó un viejo mago a casa de Aladino, afirmando ser el tío del muchacho. —Ven conmigo —le dijo este personaje—. Si cumples mis instrucciones, pronto serás muy rico. La idea le pareció muy bien a Aladino, quien no dudó en seguir a su tío hacia las afueras de la ciudad. De repente, en una pequeña hondonada, el mago señaló una extraña losa semiabierta que asomaba sobre el terreno. —Baja a esa cueva —dijo el mago a Aladino—. Toma este anillo que te doy; él te protegerá cuando sea necesario. Y olvídate de todo cuanto veas ahí abajo. Lo único que me interesa es una lámpara que descansa sobre el mármol. Si me la traes, te cubriré de oro. Descendió, pues, Aladino, y muy pronto sus ojos se maravillaron por las enormes riquezas que se almacenaban en la cueva: arcones con miles de monedas de oro, diademas, collares, perlas... Pero al ver la lámpara que deseaba su tío, hizo caso a lo que éste le había pedido, la tomó y regresó a la escalera que conducía al exterior. En lo alto, le aguardaba el mago. —Dame la lámpara —le ordenó éste—. Luego, te ayudaré a salir. Sin embargo, Aladino desconfió de la actitud sospechosa de su tío y no quiso darle la lámpara, hasta haber salido de la cueva.

El mago, que en realidad había querido utilizar al muchacho, se enfadó de tal forma que hizo cerrar la losa herméticamente, por medio de una intensa llamarada. —¡Tú lo has querido! —gritó—. ¡Te quedarás encerrado para siempre! A oscuras y llorando por su mala suerte, Aladino se acordó de su pobre madre, mientras frotaba la lámpara contra su pecho. Al instante, surgió un gran resplandor del pequeño recipiente y un enorme genio se postró a los pies del muchacho. —¡Soy tu esclavo, amo y señor! —dijo—. ¡Manda y obedeceré! Reponiéndose de la sorpresa, Aladino ordenó al genio que le trasladase a su casa y en un abrir y cerrar de ojos el prodigio se realizó.

Cuando Aladino le contó a su madre todo lo que le había ocurrido, ambos decidieron utilizar las maravillas de aquella lámpara en su provecho, aunque de forma mesurada, para que nadie sospechara que la tenían. Así pasaron unos años muy felices para Aladino y su madre. Cuando necesitaban comida y ropa, se la pedían al genio. Si precisaban de dinero para pagar los tributos del rey, hacían lo mismo, siempre con discreción. Aladino pudo asistir a la escuela y cuando cumplió los veintiún años era un joven muy bien preparado para ser mercader.

De cualquier forma, la vida de Aladino cambió totalmente al contemplar el rostro de la hija del rey, cuando ésta se dirigía a los baños. A pesar de que estaba prohibido mirar a la princesa, Aladino no pudo evitar hacerlo y en ese instante se sintió tan enamorado que no dudó en decirle a su madre: —Me casaré con la princesa, porque sé que es la mujer que había estado esperando. Y con la gran valentía que le daba el amor que sentía, se vistió con sus mejores galas y pidió al genio de la lámpara que reuniese las joyas más increíbles que hubiesen sido vistas nunca en la tierra, dentro de un arconcito. Con ese presente en las manos, visitó al rey.

Tras esperar durante tres días a que se le concediese audiencia, se arrodilló frente al soberano y ofreciéndole el arconcito le dijo: —Majestad, sé que mi petición merecería que me azotaran hasta matarme, pero me arriesgo a pedir la mano de vuestra hija, en la seguridad de que difícilmente podrá encontrar la princesa otro esposo que la proteja, la ame y la llene de bienestar como yo. Y como muestra, he aquí este modesto presente.

El rey se sintió admirado por la audacia de aquel joven tan elegante; y al ver las joyas del arconcito su admiración se multiplicó. Y como sea que la princesa mostró su agrado por Aladino, tan pronto sus ojos se posaron sobre los del joven, el rey tomó una decisión.

—Si tan poderoso eres como no dudas en proclamar —dijo a Aladino—, te pido que construyas un palacio para mi hija, tras lo cual permitiré que la boda se celebré. El rey pensó que de esta forma daría largas a Aladino y le pondría a prueba. Pero no bien se halló Aladino a solas, hizo aparecer al genio de la lámpara y le pidió que alzara el más prodigioso castillo que imaginar se pueda, junto al castillo del rey. Dicho y hecho, el castillo fue inmediatamente una realidad. Anonadado por aquella muestra de poder, el rey no sólo concedió la mano de su hija a Aladino, sino que preparó los festejos para ese mismo día.

Sin embargo, entre tanta felicidad, había quien odiaba profundamente a Aladino: era el Gran Visir, quien codiciaba desde tiempo atrás, ser el esposo de la princesa y ahora, con la llegada de aquel joven entrometido,sus planes se habían venido abajo. Así que movilizó a varios espías, para que descubriesen el secreto de los prodigios que realizaba Aladino. Cuando supo que toda la fortuna del joven procedía de la lámpara maravillosa, el Visir se disfrazó de pordiosero, compró varias lámparas a un hojalatero y se paseó delante de palacio, donde ya vivían los nuevos esposos, tan felices como es fácil imaginar. —¡Lámparas nuevas por lámparas viejas! —gritaba el falso pordiosero—. ¡Cambio vuestras lámparas viejas por otras nuevas!

Quiso la mala fortuna que la princesa recordase haber visto la lámpara de su marido en algún rincón del armario y sin saber los perjuicios que ello podría reportarle, hizo el trueque por otra de las lámparas que le ofrecía el Visir disfrazado. Era la oportunidad que esperaba el malvado personaje. Tan pronto tuvo la lámpara de Aladino entre sus manos, la frotó y al aparecer el genio ésta fue su petición: —¡Quiero que traslades el castillo de la princesa, con ella y conmigo en su interior, hacia tierras tan lejanas que nadie pueda llegar jamás! Y así fue. Antes de lo que se tarda en decirlo, el castillo y la princesa habían desaparecido.

Lógicamente, el pesar de Aladino, al regresar, fue muy grande. Pero cuando más abatido estaba, sin comprender qué era lo que podía haber pasado, su madre le recordó: —Utiliza el anillo que te dio el mago, hijo mío. El dijo que siempre te protegería. Tal vez también pueda ayudarte... Aladino se fijó en aquel anillo que seguía llevando en el dedo. Y como no perdía nada por probar lo frotó, pidiéndole que le llevase junto a su esposa. Sin tener siquiera tiempo para parpadear, Aladino se vio dentro del castillo, en una recámara privada donde el Visir había encerrado a la princesa, hasta que ella aceptase casarse con él. —Esposo mío —dijo la princesa abrazando a su marido—; el Visir me ha raptado y yo ni siquiera sabía cómo dar contigo. ¡Es todo tan extraño!

Aladino supo que el Visir llevaba siempre consigo la lámpara y enseguida preparó un plan para recuperarla. Dio una botellita con narcótico a la princesa y le dijo qué era lo que tenía que hacer, mientras él se escondía tras un cortinaje. Ella mandó llamar al Visir y fingiendo que había recapacitado, le dijo: —Comprendo que no puedo evitar mi destino. Si queréis brindar por nuestra felicidad, no me opongo a que lo hagáis. Dicho esto, le ofreció una copa de vino al Visir, en el que había mezclado el narcótico. Satisfecho y sin sospechar nada, el perverso traidor bebió hasta que la droga hizo su efecto, cayendo pesadamente al suelo. Aladino salió entonces de su encierro, tomó la lámpara que pendía del cinturón del Visir y haciendo aparecer al genio, le ordenó trasladar de nuevo el castillo al lugar que le correspondía.

El prodigio fue visto por el rey, que asomaba su cabeza por una de las ventanas de su castillo en ese mismo momento. Poco después, la princesa y su padre se abrazaron emocionados. Y el Visir no tardó mucho en pasar a manos del verdugo, pagando así por su traición. Meses más tarde, el rey proclamó a Aladino como su heredero y sucesor, convencido de que a su muerte, el joven reinaría con justicia y honestidad. En cuanto a la lámpara maravillosa, poco a poco fue quedando semiolvidada en uno de los cajones de la cámara real, hasta que ni el mismo Aladino recordó su existencia. No la necesitó nunca más, ya que la felicidad que sentía junto a su esposa y sus hijos, era el mejor de los prodigios que la fortuna podía concederle.




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