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CUENTO AL AZAR


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CUENTO DEL ENANITO SALTARIN



CUENTO DEL ENANITO SALTARIN

—¡Pues yo os digo que mi hija puede hilar paja en oro! —así se expresaba un pobre molinero, que tenía un solo defecto: ser muy fanfarrón. —Entonces, ¡eres bastante tonto! —se burlaban sus convecinos—. Teniendo esa mina a tu disposición, te conformas con vivir en la más absoluta pobreza... Y he aquí que un día las baladronadas del molinero llegaron a oídos del mismísimo rey, quien ordenó hacer venir a palacio a la hija del mentiroso. Quería comprobar si cuanto decía su padre era verdad. —Muchacha, ahí tienes un montón de paja —Señaló el rey un gran montón en uno de los sótanos del palacio—. ¡Si mañana no has hilado esa paja en oro, haré ajusticiar a tu padre por embustero!

La joven se vio delante de la rueca, encerrada en la cámara y sin saber qué hacer. Lloraba, compungida. —¡Por culpa de mi padre me hallo en esta situación! ¡Y el caso es que no es malo! ¡Si no fuese por ese horrible impulso que le obliga a mentir a todas horas...! De repente, un pequeño hombrecillo se le apareció a la joven como por encanto. Y ejecutando una breve cabriola, le dijo: —Yo puedo hilar esa paja en oro en tu lugar. Ahora bien...¿qué me darás tú a cambio? —Pues...¡mi collar! —respondió ella al instante, ofreciéndoselo.

El acuerdo quedó cerrado y el hombrecillo puso manos a la obra, hilando la paja con una gran rapidez y convirtiéndola en relucientes hebras de oro. Al día siguiente, el rey quedó maravillado por aquel trabajo, pero temiendo que se tratase de una artimaña urdida por la muchacha, ayudada por su padre, dijo tras reflexionar: —Eso no ha estado mal, pero necesito una nueva prueba. Y mostrándole una cámara mucho mayor, con doble cantidad de paja, le ordenó que la hilase en oro y la tuviese lista aquella misma noche, so pena de ajusticiar a su padre.

En suma, la joven quedó encerrada de nuevo y con una tarea mucho más trabajosa. Pero sus lamentos no duraron demasiado: el hombrecillo volvió a materializarse ante ella, dio su cabriola de siempre y... —Bien, bien —dijo—. ¿De nuevo en apuros, muchacha? ¿Qué me darías si yo hilo esa paja en oro? La joven se lo pensó un instante y por fin... —¡Mi anillo! ¡Te regalo mi anillo! —dijo, entregándoselo. El hombrecillo aceptó y en un santiamén hubo hilado toda la paja. De forma que cuando el rey entró en la cámara, no podía dar crédito a sus ojos. —«¡Es fantástico! —exclamó para sí—. ¡No debo dejar escapar a esa joven de palacio!»

Y entonces le propuso una última prueba a la hija del molinero. -Voy a dejar que hiles toda una estancia llena de paja. Si lo haces, permitiré que te cases con mi hijo, el príncipe. La joven fue introducida en una cámara tan repleta de paja, que apenas quedaba espacio para ella y su rueca. Esta vez no pudo reprimir las lágrimas. —¡Oh, papá! ¿Por qué habrás lanzado esta mentira al viento? —se quejaba entré sollozos—. ¿No ves la situación en que me has puesto? Entonces... ¡zim!, por tercera vez se hizo visible el hombrecillo. Luego hizo su cabriola y cuando vio tanta paja lanzó un silbido prolongado. —¡Vaya! ¡Es un bonito trabajo el que me espera...! Siempre que puedas pagar el precio que voy a pedirte...

—¡El que sea! —prometió la joven. —Pues bien, deberás entregarme al primer hijo de tu matrimonio... cuando llegue el momento, claro. A la hija del molinero, ni siquiera le había cruzado por la cabeza el casarse y para salir del apuro, se comprometió al trueque propuesto por el hombrecillo. Pocos minutos más tarde, la paja quedaba hilada en oro. El rey cumplió su promesa y dos meses más tarde se celebraron los esponsales entre la hija del molinero y el joven príncipe. Y como sea que los recién casados eran personajes de gran corazón y nobles en sus actos, no tardaron demasiado en alcanzar la felicidad en su matrimonio. Una felicidad que se vio acrecentada al cabo de un año, cuando nació el hijo primogénito de la pareja.

La joven no se acordaba para nada del hombrecillo y de su promesa, pero he aquí que al contar el niño dos días de edad, se apareció de repente el menudo personaje a la feliz madre. —¡Vengo a cobrarme lo que es mío! —dijo ejecutando su cabriola—. ¡Dame a tu hijo! La joven sintió una angustia terrible. No podía permitir que nadie se le llevara lo que más quería. Así que ofreció riquezas, poder y cargos al hombrecillo, le suplicó durante horas, sin lograr enternecer su corazón. —¡Prefiero algo vivo a todo tu mundo de riqueza! —dijo el hombrecillo—. Pero mira, voy a darte una oportunidad: si en el plazo de tres días consigues adivinar mi nombre, permitiré que te quedes con tu hijo —y dicho eso, desapareció.

Y ya tenemos a la pobre princesa, intentando imaginar cómo podría llamarse ese grotesco personaje. Angustiada, hizo una larga lista con todos los nombres que se le ocurrían. Así, cuando al día siguiente le visitó el hombrecillo, empezó con su letanía: -Pedro, Pablo, Antonio, Julián, José, Francisco... —recitaba. El hombrecillo escuchó con una sonrisa en sus labios y... —¡Ninguno de esos nombres es el mío! ¡Volv é mañana! Y recuerda que sólo te quedan dos días...

En esta ocasión, la joven confeccionó una lista de nombres mucho más raros. Pasaban las horas y la idea de perder a su hijo la torturaba. El hombrecillo se le presentó de improviso, como solía hacer. Y ahora, las cabriolas que ejecutó fueron dos, como señal de la alegría que sentía, viendo que muy pronto ganaría su premio. —¿Te llamas Berberisco? —preguntó la joven—. ¿Pata de palo? ¿Bellotero? ¿Risco? ¿Campanazo? ¿Diente de cordero? El hombrecillo reía a carcajadas, negando con la cabeza. —¡Un día más y me llevo a tu hijo! —dijo, antes de esfumarse.

Como último recurso, la joven mandó a decenas de emisarios por todos los confines del reino, para que tomasen nota de cualquier nombre que oyesen, por raro que fuese. Mientras, ella no se apartaba de su hijo, abrazándolo más y más, a medida que la hora fatídica se aproximaba. El último de los emisarios estaba a punto de marchar, tras haberle pasado la relación de nombres conseguidos, cuando dijo:

-Por cierto, Majestad, en mi viaje, he visto a un extraño personajillo que vive en una casucha, cerca de la entrada del bosque. Es muy pequeño de estatura y lo que más me chocó fue que, a pesar de su fealdad física, parecía estar muy contento... —¿Oíste qué decía? —preguntó la joven, adivinando que se trataba del hombrecillo. —Pues veréis, cantaba una cancioncilla que decía... ¡Qué alegría! ¡Qué ilusión! ¡Soy feliz, digo y repito! ¡Mañana tendré la vida de un pequeño principito! ¡Qué alegría! ¡Que ilusión! ¡Soy astuto y muy pillín! ¡No se imaginan que soy el Enano Saltarín!

La joven princesa entregó una bolsa de doblones de oro al emisario, por sus estimados servicios. ¡La vida de su hijo, el príncipe ya no corría peligro! Al día siguiente, el hombrecillo se extrañó un tanto al ver el aspecto tan risueño que presentaba la joven. —Muy feliz me parecéis, señora —dijo el enano —. ¿Acaso sabéis cómo me llamo? —¿Mariano, tal vez...? —respondió ella, gozando de su triunfo por anticipado. —Pues no. —¿Gumersindo... ? —Tampoco. —O quizá... ¿Enano Saltarín?

Al oír ese nombre, el jorobado lanzó un aullido terrible y se fundió en el aire, dejando una nubecilla de polvo amarillento en su lugar. Esa fue la última vez que la joven le vio. Ni que decir tiene que, a partir de ese día, la vida de la princesa fue tan dichosa como un verdadero cuento de hadas.




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